Denis Johnson. El nombre del mundo. Ed. Mondadori, 2003
Javier Sales
Mi primer contacto con la obra de Denis Johnson fueron los relatos recopilados en el libro Hijo de Jesús. Eran historias en las que una corte de personajes canallas, acomodados en su condición de losers supervivientes en un mundo de drogas y alcohol, trapicheaban para conseguir una nueva dosis ó deambulaban cada día por las calles esperando algo digno de contar, pero que -y esto es lo especial-, conseguían encontrar siempre su particular resplandor epifánico en la oscuridad de cualquier lupanar, o bebiéndose ese último cóctel de la jornada cargado hasta el borde del vaso, como colibríes inclinándose sobre una flor. Lo que estos animales inocentes y a veces crueles alcanzaban en cada relato era, en realidad, una inesperada dosis de trascendencia, experiencias redentoras que quizás al día siguiente olvidarían. Evolucionaban por escenarios infames como un cine de verano vacío en plena tormenta de nieve, narraban sus historias en el espacio-tiempo confuso de los días lisérgicos ó disfrutaban sin demasiada pasión de escenas tan surrealistas como la de ver volando a una mujer pelirroja colgada de una cometa. Eran ángeles caídos en medio del camino que lleva de Bukowski a Cheever.
El estilo de la escritura de Denis Johnson en dichos relatos estaba salpicado de notas poéticas que situaban a los personajes más cerca del cielo que del estiércol en el cual vivían, (Johnson ha escrito varios libros de poesía que están recopilados en un volumen titulado "The Throne of the Third Heaven of the Nations Millennium General Assembly").
En El nombre del mundo, me ha sorprendido encontrar a un escritor más sobrio, menos lírico en la construcción de sus frases, pero que sin embargo mantiene toda su poesía al servicio de la novela de una manera mucho más global. Y al igual que en algunos de los relatos citados, Johnson maneja la trama de manera atemporal, los flashbacks irrumpen en medio de lo que debiera ser el momento actual dejando que la acción pasee por un limbo totalmente justificado, no esta vez por el uso de las drogas, sino por el estado de muerte en vida del protagonista.
La historia está narrada en primera persona por Michael Reed, un profesor de Universidad de cincuenta años, un hombre varado desde hace cuatro años, tras la muerte de su esposa y su hija en un accidente de tráfico. En su desganado deambular por el campus de una universidad del Medio Oeste, va manteniendo conversaciones imaginarias con un hombre llamado Bill, vigilante en un museo, con un loco de un sanatorio mental, con otros profesores… Un día encontrará a una joven estudiante de bellas artes llamada Flower Cannon que se convertirá en el auténtico motor de la historia. El personaje de Flower aparece y desaparece a partir de ese momento de manera irreal, como si fuera una entidad soñada durante toda la novela, quizás representando el fantasma de su hija ó un símbolo de la juventud ó del deseo… (Ó quizás en ese nombre, Flor Cañón, esté escondida la clave de la evolución del mundo desde los años 60 a principios del siglo XXI, que es efectivamente la época del protagonista).
Es fácil adivinar que Reed conseguirá contactar por fin con ella y con ese encuentro su vida dará un giro, una monumental pirueta (imaginaria o real, esto es lo de menos en el contexto de la historia) que hace que en las últimas páginas del libro el protagonista comprenda que el dolor nunca es exclusivo de una persona, que se siente y se soporta por igual en cualquier sitio del mundo.
Lo mejor que se puede decir de esta novela, ya lo dice Rodrigo Fresán en su nota de traductor (también tradujo la de Hijo de Jesús). “El nombre del mundo es mucho más grande y largo por dentro que lo que parece por fuera”.
Estoy de acuerdo, sus 134 páginas perduran mucho más tiempo en la memoria que lo que se tarda en leerlas, lo cual es lo mejor que puede pasarle a cualquier material escrito, ya sea una novela, un relato o un poema.
El estilo de la escritura de Denis Johnson en dichos relatos estaba salpicado de notas poéticas que situaban a los personajes más cerca del cielo que del estiércol en el cual vivían, (Johnson ha escrito varios libros de poesía que están recopilados en un volumen titulado "The Throne of the Third Heaven of the Nations Millennium General Assembly").
En El nombre del mundo, me ha sorprendido encontrar a un escritor más sobrio, menos lírico en la construcción de sus frases, pero que sin embargo mantiene toda su poesía al servicio de la novela de una manera mucho más global. Y al igual que en algunos de los relatos citados, Johnson maneja la trama de manera atemporal, los flashbacks irrumpen en medio de lo que debiera ser el momento actual dejando que la acción pasee por un limbo totalmente justificado, no esta vez por el uso de las drogas, sino por el estado de muerte en vida del protagonista.
La historia está narrada en primera persona por Michael Reed, un profesor de Universidad de cincuenta años, un hombre varado desde hace cuatro años, tras la muerte de su esposa y su hija en un accidente de tráfico. En su desganado deambular por el campus de una universidad del Medio Oeste, va manteniendo conversaciones imaginarias con un hombre llamado Bill, vigilante en un museo, con un loco de un sanatorio mental, con otros profesores… Un día encontrará a una joven estudiante de bellas artes llamada Flower Cannon que se convertirá en el auténtico motor de la historia. El personaje de Flower aparece y desaparece a partir de ese momento de manera irreal, como si fuera una entidad soñada durante toda la novela, quizás representando el fantasma de su hija ó un símbolo de la juventud ó del deseo… (Ó quizás en ese nombre, Flor Cañón, esté escondida la clave de la evolución del mundo desde los años 60 a principios del siglo XXI, que es efectivamente la época del protagonista).
Es fácil adivinar que Reed conseguirá contactar por fin con ella y con ese encuentro su vida dará un giro, una monumental pirueta (imaginaria o real, esto es lo de menos en el contexto de la historia) que hace que en las últimas páginas del libro el protagonista comprenda que el dolor nunca es exclusivo de una persona, que se siente y se soporta por igual en cualquier sitio del mundo.
Lo mejor que se puede decir de esta novela, ya lo dice Rodrigo Fresán en su nota de traductor (también tradujo la de Hijo de Jesús). “El nombre del mundo es mucho más grande y largo por dentro que lo que parece por fuera”.
Estoy de acuerdo, sus 134 páginas perduran mucho más tiempo en la memoria que lo que se tarda en leerlas, lo cual es lo mejor que puede pasarle a cualquier material escrito, ya sea una novela, un relato o un poema.
Javier Sales
1 comentario:
Me lo apunto para el carro de la compra.
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